Al igual que la de muchas naciones, la historia de Chile no se puede comprender cabalmente si no se analiza la figura de sus intelectuales. Ellos han sido parte fundamental de la construcción de las ideas de país y de sociedad.
Pienso, en particular, no en los intelectuales dedicados al cultivo de las ciencias y artes que restringen su producción de conocimiento a una especialidad, sino en aquellos que, además, hicieron un aporte significativo al debate público. Aquellos que ofrecieron interpretaciones críticas de lo establecido y entendido como natural; que se plantaron con dureza frente a la injusticia, la desigualdad social, y todo tipo de abusos y exclusiones.
Salvo por algunas notables y cada vez más escasas excepciones, se podría afirmar que este tipo de intelectual es hoy en Chile una especie en extinción.
Dos son a mi juicio los elementos principales que ayudan a explicar su cuasi desaparición. Por una parte está el descrédito en que ha caído su figura, producto de la majadera y nada accidental insistencia en vincularlo a la "extrema politización" que vivió la sociedad chilena en las décadas de 1960 y 1970. Esto ha llevado a que toda actividad que trascienda los estrictos límites de la práctica profesional sea mirada con sospecha. La vida intelectual, así reza la consigna vigente, no debe permearse por ideas políticas. Debe tener la misma asepsia que a muchos les gusta predicarle a los gremios y sindicatos.
Por otra parte está la precarización de las condiciones laborales que se ha producido en las que otrora fueran el principal espacio de intelectualidad crítica: las universidades. Contratos a plazo fijo o por hora han reemplazado a las estables condiciones laborales que hacían posible pensar y cultivar la disidencia. Hoy es necesario ajustarse a las normas impuestas por los empleadores o empresarios de la educación superior, no siempre tan imbuidos ni convencidos de las bondades del pluralismo y la libertad intelectual.
Por último, no cabe duda que también debe haber en esto algo de comodidad o pereza. Muchos antiguos intelectuales han cambiado la crítica social por el remilgo cotidiano, la inseguridad de la calle por la tranquilidad de la oficina, y la sinceridad y brillantez del podio por la opacidad del escritorio. En otras palabras, la queja privada a sustiuido a la crítica pública.
A estas alturas alguien podría preguntarse ¿por qué es deseable tener este tipo de intelectuales? La respuesta no es sencilla, ni tampoco una. Se podría decir preliminarmente que su perspectiva crítica nos ofrece interpretaciones de nuestra realidad social, que van más allá de lo que nuestros apremios cotidianos nos permiten ver.
Por desgracia, esta necesidad de plantearse críticamente no se ha reducido a la misma velocidad que lo han hecho ellos. Al contrario.
El silencio de los intelectuales no sólo es preocupante, es también un síntoma de los tiempos que corren. Peor aún, es un augurio de lo que puede estar por venir.
Pienso, en particular, no en los intelectuales dedicados al cultivo de las ciencias y artes que restringen su producción de conocimiento a una especialidad, sino en aquellos que, además, hicieron un aporte significativo al debate público. Aquellos que ofrecieron interpretaciones críticas de lo establecido y entendido como natural; que se plantaron con dureza frente a la injusticia, la desigualdad social, y todo tipo de abusos y exclusiones.
Salvo por algunas notables y cada vez más escasas excepciones, se podría afirmar que este tipo de intelectual es hoy en Chile una especie en extinción.
Dos son a mi juicio los elementos principales que ayudan a explicar su cuasi desaparición. Por una parte está el descrédito en que ha caído su figura, producto de la majadera y nada accidental insistencia en vincularlo a la "extrema politización" que vivió la sociedad chilena en las décadas de 1960 y 1970. Esto ha llevado a que toda actividad que trascienda los estrictos límites de la práctica profesional sea mirada con sospecha. La vida intelectual, así reza la consigna vigente, no debe permearse por ideas políticas. Debe tener la misma asepsia que a muchos les gusta predicarle a los gremios y sindicatos.
Por otra parte está la precarización de las condiciones laborales que se ha producido en las que otrora fueran el principal espacio de intelectualidad crítica: las universidades. Contratos a plazo fijo o por hora han reemplazado a las estables condiciones laborales que hacían posible pensar y cultivar la disidencia. Hoy es necesario ajustarse a las normas impuestas por los empleadores o empresarios de la educación superior, no siempre tan imbuidos ni convencidos de las bondades del pluralismo y la libertad intelectual.
Por último, no cabe duda que también debe haber en esto algo de comodidad o pereza. Muchos antiguos intelectuales han cambiado la crítica social por el remilgo cotidiano, la inseguridad de la calle por la tranquilidad de la oficina, y la sinceridad y brillantez del podio por la opacidad del escritorio. En otras palabras, la queja privada a sustiuido a la crítica pública.
A estas alturas alguien podría preguntarse ¿por qué es deseable tener este tipo de intelectuales? La respuesta no es sencilla, ni tampoco una. Se podría decir preliminarmente que su perspectiva crítica nos ofrece interpretaciones de nuestra realidad social, que van más allá de lo que nuestros apremios cotidianos nos permiten ver.
Por desgracia, esta necesidad de plantearse críticamente no se ha reducido a la misma velocidad que lo han hecho ellos. Al contrario.
El silencio de los intelectuales no sólo es preocupante, es también un síntoma de los tiempos que corren. Peor aún, es un augurio de lo que puede estar por venir.